A ella le gustan las carreras de caballos y hacer el crucigrama del Daily Telegraph, jugar con los perros y ver la tele después de la cena. Él prefiere el polo y la lectura, navegar y salir al campo a pegar unos tiros. Sigue teniendo el genio muy vivo y de vez en cuando levanta la voz, pero ella ha aprendido a ponerle en su sitio. Ésta es la historia de 50 años de convivencia de una pareja que en su día también fue protagonista de un cuento de hadas: Isabel II de Inglaterra y el príncipe Felipe, duque de Edimburgo, dos supervivientes de una era en la que para bien o para mal el deber estaba por encima de todo.
Esta semana celebran sus bodas de oro por todo lo alto, con una gala organizada por Eduardo, el menor de sus cuatro hijos, un banquete y un baile en el recién restaurado castillo de Windsor. La lista de invitados es como las páginas amarillas de la monarquía. Se espera a Don Juan Carlos y a Doña Sofía, al rey Harald de Noruega y a Constantino de Grecia, a la reina Margarita de Dinamarca y a Gustavo de Suecia, a Noor y Husein de Jordania... Son tantos que algunos tendrán que dormir en el yate Britannia, fondeado para ello en el puerto de Londres.
Felipe de Edimburgo renunció a su nacionalidad, a sus apellidos paternos, a su carrera militar. Todo a cambio de ejercer de consorte
Semejante concentración de la realeza, predicen los expertos, no se habrá visto en el Reino Unido desde la coronación de Isabel II, o tal vez desde su propia boda, el 20 de noviembre de 1947. Aunque se celebró en una mañana húmeda y gris, aquel evento iluminó la austera vida británica de la posguerra, y quizá el aniversario del próximo jueves consiga disipar los nubarrones que trajo en septiembre pasado la muerte de la princesa Diana.
Isabel y Felipe se conocieron en julio de 1939. Ella tenía 13 años y todavía era Lilibet, él tenía 19 y era un apuesto cadete de la Real Academia Naval de Darmouth. Los reyes y sus dos hijas habían llegado al puerto en el yate real Victoria & Albert, acompañados por Lord Mountbatten, y el sobrino de éste, Felipe, fue invitado a cenar a bordo. Al día siguiente, Mountbatten escribió en su diario: "Volvió para tomar el té y tuvo mucho éxito con las niñas". Todavía no podía imaginarse cuánto. Felipe era muy rubio, alto y atlético, e Isabel se enamoró de él instantáneamente, como confirmó después al biógrafo oficial de su padre. Si el cadete cayó rendido ante la heredera del trono británico, se guardó mucho de demostrarlo. De hecho, al igual que la reina después, el duque de Edimburgo nunca ha destacado por su efusividad. Su íntimo amigo y primer secretario privado, Michael Parker, todavía recuerda la reacción de Felipe cuando le sugirió años más tarde que se mostrara más afectuoso con la que era ya su esposa: "Me fulminó con la mirada".
La biógrafa de Isabel II relaciona a Felipe con mujeres siempre más jóvenes que él. Entre ellas incluye a una princesa, una duquesa, dos condesas, además de otras damas con o sin título, muchas de ellas vinculadas al mundo de la equitación
Quienes le conocen desde niño aseguran que se trata de una coraza que no tuvo más remedio que fabricarse para superar su atribulada infancia. Había asistido al desmoronamiento del matrimonio de sus padres -su madre acabó ingresando en una orden religiosa y su padre buscó consuelo en las mesas de juego- y desde 1922, cuando su familia huyó de Grecia, un año después de su nacimiento, había sobrevivido gracias a la caridad de parientes lejanos y amigos, dando tumbos entre Francia, Alemania y Gran Bretaña.
"¿Qué casa?", contestó con amargura e ironía cuando le preguntaron en una ocasión qué idioma se hablaba en su casa.
Enamorado o no, Felipe mantuvo correspondencia con Isabel durante toda la II Guerra Mundial, mientras servía en la Marina británica y sin hacer demasiado caso de otros pretendientes, ella le esperó hasta su regreso de Asia en 1946, cuando floreció un idilio que la corte de Londres observó con escepticismo. Aunque había transcurrido ya una década, la monarquía no se había repuesto aún del todo de la abdicación de Eduardo VIII por el amor de Wallis Simpson, y no podía permitirse un nuevo paso en falso. Se desconfiaba del casamentero Lord Mountbatten y de su protegido, un joven que pertenecía a una rama marginal y empobrecida de la realeza europea, estrechamente vinculada a Alemania en una época en que la germanofobia estaba candente en el Reino Unido. Pero finalmente Jorge VI dio el visto bueno al compromiso de su hija con Felipe en julio de 1947. Para entonces ya había obtenido el pasaporte británico y había adoptado la traducción inglesa de su apellido materno, Mountbatten, en lugar de la retahíla de apellidos paternos, Schleswig Holstein Sonderburg Glucksburg.
"Un toque de color en el duro camino que debemos recorrer", fue como describió Churchill la boda, en un año de crisis económica en que Gran Bretaña descubrió que ya no era una potencia mundial y no podía costearse un imperio. Unos 1.500 regalos llegados de todo el mundo fueron expuestos en el palacio de St James, algunos tan pintorescos como el pavo enviado por una señora de Brooklyn, preocupada por los racionamientos, o los cientos de medias de nailon, artículos muy escasos en aquellos tiempos. Ninguna de las tres hermanas de Felipe, casadas con alemanes, fue invitada a la ceremonia, como tampoco lo fue el duque de Windsor.
A la reina a veces hasta le divierten las pataletas de su marido. En otras ocasiones se irrita y le contesta secamente: "Haz el favor de callarte"
Durante algún tiempo, los funcionarios de la corte consideraron al duque de Edimburgo como un intruso, lo que provocó fricciones que recuerdan al caso de Diana. La diferencia es que Isabel seguía profundamente enamorada y los cinco años siguientes fueron, a juicio de sus amigos, los más felices de la pareja. Ella valoraba la experiencia del mundo de su marido y aceptaba de buen grado su temperamento autoritario y explosivo. Él había encontrado por fin un hogar y una familia. Esta armoniosa relación tal vez habría durado más tiempo si Isabel no hubiera tenido que suceder a su padre en 1952. El equilibrio de poder en la pareja se transformó: mientras el aparato de la monarquía, con sus cajas rojas de documentos oficiales, sus audiencias semanales con el primer ministro y sus compromisos internacionales arrastraban a la reina, su marido se vio obligado a renunciar a su carrera en la Marina, sin que se le ofreciera otra alternativa que la de ejercer de consorte. La polémica acerca del nombre de la familia es un buen ejemplo de cómo el príncipe se sentía ninguneado. Retrocediendo a la mentalidad de los años cincuenta, no es difícil comprender el deseo de un hombre de dar su apellido a sus hijos. Todo fue bien hasta la coronación, cuando la pareja era conocida simplemente como "los Edimburgo", pero al príncipe le dolió especialmente que la flamante Isabel II, presionada por la corte y por Churchill, se negara a renunciar al Windsor que había exhibido su familia desde 1917 en favor del Mountbatten que había adoptado Felipe.
El incidente provocó una de las clásicas reacciones coléricas del príncipe, quien se lamentó de no ser más que " una condenada ameba". Algo más tarde, en 1960, se acordó que los miembros más jóvenes de la familia real se llamaran Mountbatten-Windsor, pero para entonces ya estaba hecho el daño a la autoestima de Felipe. Tal vez fue ése el comienzo de una crisis matrimonial que alcanzó su punto culminante entre octubre de 1956 y febrero de 1957, cuando el duque de Edimburgo emprendió un largo viaje en solitario y empezaron a proliferar los rumores sobre sus supuestas infidelidades, siempre desmentidas por sus amigos.
"Se aburría terriblemente con todas las obligaciones de la realeza, todos esos compromisos formales y apretones de manos... No era lo suyo", recuerda Michael Parker, quien lo acompañó en aquella gira internacional. Desde aquella época se le han atribuido amantes como Daphne du Maurier, cuyo marido trabajaba en la oficina del príncipe, la dueña de un cabaret y amiga de la infancia Hélène Cordet, madre de uno de sus ahijados, y Pat Kirkwood, una estrella de musical que poseía unas piernas que eran " la octava maravilla del mundo", según los cronistas de la época.
Ninguna de estas aventuras se ha demostrado nunca, aunque las especulaciones persistieron mucho tiempo después. Sarah Bradford, autora de una de las últimas biografías de Isabel II, afirma que desde los años cincuenta Felipe ha aprendido a ser más discreto y ha limitado sus escarceos a círculos tan ricos o aristocráticos que resultaran inaccesibles a la prensa sensacionalista e insobornables por ella. La biógrafa le relaciona con mujeres siempre más jóvenes que él, entre ellas una princesa, una duquesa, dos condesas, además de otras damas con o sin título, muchas de ellas vinculadas a la equitación.
"¡Y nosotros que creíamos haberles educado tan bien!", suspiraba la reina tras las separaciones de sus hijos
"¿Se han parado a pensar que en los últimos 50 años nunca he podido salir de casa sin que me acompañara un policía?", es la respuesta que suele dar el príncipe a estas insinuaciones. Una explicación razonable pero muy poco convincente, sobre todo desde que es del dominio público que la protección de Scotland Yard no impidió que su primogénito, el príncipe Carlos, visitara regularmente a su amante, Camilla Parker Bowles, mientras estaba casado. La reina, que es muy observadora, se da cuenta de todo, pero actúa siempre como si no lo supiera. A las mujeres de su generación no se las educó para esperar fidelidad en el matrimonio, sino lealtad y esto, desde la crisis de 1956-1957, Felipe nunca se lo ha escatimado.
A Michael Parker, cuando aceptó el puesto de secretario privado, el príncipe le advirtió que su único empeño era " no fallar nunca a la reina" y con la ayuda del cordón sanitario que rodea su vida amorosa, parece haberlo conseguido. La relación carece de la pasión del principio pero también de su potencial explosivo y en palabras de un funcionario de la Casa Real: "Es una especie de un matrimonio de trabajo" . Cada uno cultiva aficiones distintas y en muchos aspectos siguen trayectorias divergentes, pero están de acuerdo en lo fundamental y aúnan esfuerzos cuando consideran que está en juego el bien de su familia y de la monarquía. Esto no significa que la convivencia haya dejado de ser tormentosa.
Los amigos de la pareja admiten que el duque de Edimburgo continúa siendo un hombre difícil, aunque su personalidad se haya dulcificado con los años. Todavía se enfurece con la pasividad de su esposa, poco proclive a tomar la iniciativa, o con nimiedades por las que protesta a gritos. A la reina, acostumbrada a que todo el mundo se incline ante ella, a veces hasta le divierten las pataletas del príncipe, pero en otras ocasiones se irrita y le contesta secamente: "Haz el favor de callarte".
Por encima de estas diferencias, insisten sus íntimos, se aprecian, se comprenden y se aceptan. Seguramente habrían envejecido felices de no ser por los escándalos de los divorcios de tres de sus hijos, Carlos, Ana y Andrés. "¡Y nosotros que creíamos haberles educado tan bien!", suspiraba la reina en 1992, aquel "annus horribilis" en que les aumentaron los impuestos, Windsor ardió en llamas y se descubrió que todo lo que deseaba el heredero al trono británico era reencarnarse en tampax.
Tal vez la gala de la próxima semana, con sus distinguidos invitados y un programa consagrado al amor -Shakespeare, Verdi, Prokofiev y Berlioz- marque el comienzo de una nueva era, en la que vuelvan a estilarse parejas como la de Isabel II y el príncipe Felipe, pero algo ha debido de cambiar inevitablemente cuando ni siquiera la BBC está dispuesta a retransmitir el evento. Ya nadie se cree los cuentos de hadas. ..
A mí, que me parta un rayo
por Jaime Peñafiel
Cuatro hijos
Las amantes de Felipe
COPYRIGHT JAIME PEÑAFIEL
Nenhum comentário:
Postar um comentário